El Inicio de Cuento de Navidad
23 de diciembre de 2.016
Ebenezer Scrooge, nació el 7 de febrero de 1.786, en un pueblecito llamado Castle Plains, llamado así por un castillo de poca altura que coronaba una colina cercana, más parecía una casa labriega que un edificio de tan alto porte como se le presuponía por el nombre. Estaba ubicado en una planicie al suroeste del condado de Wiltshire a unos 80 kilómetros de Londres. Está atravesado por el río Tamis, de poco caudal y profundidad casi nula pero de aguas tan limpias y puras que se podía beber directamente de él. Esa corriente mínima de agua la salvaba un antiguo puente romano de granito que había cambiado de su color natural a prácticamente verde por el musgo arraigado en él, a juego con las pocas casas que había diseminadas por el lugar, al igual que el viejo y ajado molino situado junto a éste lecho fluvial. Dicha escorrentía movía las aspas de ese deslucido molturador que accionaba unas ruedas que molían el grano que hasta él llevaban los lugareños. Junto a esas piedras, las que generan la molienda por la trituración de los granos se encuentra Vicent Scrooge, el molinero del lugar, como ya habréis deducido. Un hombre alto, enjuto, con una pronunciada nariz y mentón sobresaliente, semblante sonriente, como si creyera que su alegría proporcionaría a la harina que recogía de la base más y mayor alimento, sus hondos ojos verdes resaltaban sobradamente de su delgada cara y su vieja estampa a pesar de sus 40 años. A su lado, un pequeño, está atento y con la mirada clavada en el acompasado giro de las piedras a modo de ruedas, su nombre Ebenezer, hijo del molinero y su mujer, Violeta, que esperaba otro hijo en breve, la segunda alegría para una casa en la que la escasez era la base de la familia. Violeta contaba unos 30 años, muy avejentada para su edad pero en la época era lo habitual, era un tiempo donde la vida rural pasaba factura muy pronto a sus habitantes. El trabajo físico en exceso era lo que lo generaba en gran medida. No medía más de metro y medio y de gruesa corpulencia, pelo casi blanco que contrastaba con el sonrosado de su cara de extrema redondez con dos acolchadas mejillas sobresalientes entre las que se dejaba vislumbrar una nariz chata y unos pequeños y brillantes ojos negros que le daban una apariencia bonachona, todo eso adornado con una gran sonrisa permanente. Ellos tres más el pequeño que venía de camino formaban la familia Scrooge. Una familia de antigua estirpe, pobres pero honrados.
Un cuento de un ilustre escritor de la época basado en la vida de estos personajes cuenta que ésta, Violeta, murió en el parto de Ebenezer y posteriormente éste fue entregado en un hospicio por su propio padre pasando su infancia en él, pero la verdadera historia es como continúa…
A pesar de la extrema pobreza era una familia que no necesitaba mucho para esbozar una sonrisa. La economía en el lugar cada vez era más crítica, la incipiente revolución industrial de las grandes ciudades, sumada a las carencias de las zonas rurales hacía que la gente emigrara a los grandes núcleos de población. Era el año 1.796, concretamente el 24 de diciembre, fecha muy significada en las grandes urbes pero que pasaba desapercibida para nuestros protagonistas, esas fechas se saltaban la mayoría de las localidades rurales, alguna comida algo más abundante o algún plato atípico era lo único que significaba aquellas fechas, no hay que decir que para los niños eran unos días muy esperados ya que era cuando recibían un regalo, las tradiciones de las zonas así lo marcaban.
Por entonces Ebenezer contaba ya 10 años y ese día estaba especialmente nervioso, tenía ya edad suficiente como para reconocer el valor de ese regalo anual con el que sus padres le obsequiaban. No era el valor material ya que la mayoría de las veces era poco más que un trozo de madera tallado con todo el esmero que su padre podría aplicarle a un tronco de madera, dándole la forma de cochecito, de tren o de carretilla. Era lo que la propia navidad, sin llegar a conocerla, le suscitaba. Ese tiempo en el que parece que todo es posible.
El día se hacía largo, parecía no llegar la hora de la cena ya que era cuando había en la mesa viandas que normalmente no comían, como dulces y algunos caramelos, además era lo que daba paso a su noche más larga, aquella en la que sabía que le llegaría su regalo. Tras cenar opíparamente y degustar algunos dulces Violeta lo llevó a la cama, saltando, jovial y profiriendo en voz alta frases de alegría típicas de cualquier niño de su edad esperando un juguete. Violeta con su habitual sonrisa y haciéndose cargo del nerviosismo de Ebenezer intentaba tranquilizarlo mientras lo arropaba hasta el cuello ya metido en la cama para protegerlo de ese frío invernal de la campiña inglesa.
La mañana llegó antes de que el sol saliera, la impaciencia de Ebenezer le obligó a saltar de la cama a una muy temprana hora, incluso antes de que su padre, que era el primero en levantarse todos los días, lo hiciera. Se dirigió hacia la chimenea donde sabía que estaría su regalo, en su interior algunas ascuas aún humeaban y junto a un atizador de hierro forjado que apoyaba su burda testa sobre el lateral del hogar había un extraño paquete, no tenía la habitual forma de caja cuadrada como había sido lo normal en los años anteriores. Estaba como envuelto en una tela que le era conocida, no era más que uno de los manteles que su madre ponía en algunas ocasiones, el papel para ellos era un lujo, además solo se trataba de ocultar a simple vista el objeto que se escondía en su interior. También era más grande de lo habitual, y aunque su provisional envoltura no definía lo que podía llegar a ser Ebenezer sabía que era algo distinto a lo acostumbrado.
Estaba de pié, frente a la chimenea, prácticamente a oscuras, solo había un pequeño resplandor provocado por los rescoldos y algunas brasas que quedaban en el hogar, Vicent, su padre, lo dejaba bien provisto de leña antes de que todos se acostasen para que durara toda la noche. Él no se dio cuenta, pero tanto su padre como su madre estaban detrás suyo. Violeta miró con su dulce sonrisa a su marido, éste le devolvió la sonrisa a la vez que la tomó por el hombro. Lentamente se acercó al paquete, cuando estuvo a pocos centímetros extendió el brazo, tomó el trapo bajo el que se ocultaba el regalo con dos dedo y poco a poco fue descubriendo lo que aquel retal de tela que hacía las veces de mantel en algunas ocasiones ocultaba. Cuando el trapo se encontraba a medio camino para descubrir su interior los nervios hicieron que el tramo final sucediera en una décima de segundo, de un tirón dejó al descubierto un gran aro metálico, y una varilla de igual material con una curva en forma de “U” en un extremo. El brillo de sus ojos competían con las brasas de la chimenea por como irradiaban luz y calor, tomó el aro con las dos manos y se lo llevó hasta el pecho en un gesto de aprecio infinito. Su madre en ese instante le preguntó que si le gustaba, el niño se echó sobre el regazo de ella, su padre se unió al abrazo de ambos. El niño impaciente por usar su nueva adquisición quería salir a la calle a jugar con él, aún no se había vestido cosa que no le importaba, su madre le llevó la ropa y lo vistió junto a la tenue lumbre que aún quedaba.
Salió raudo con su aro en la mano y comenzó a rodarlo calle arriba y calle abajo, las primeras veces se le caía pero él persistía tantas como eso ocurría. En poco tiempo ya lo dominaba con gran maestría, ya sabéis la conocida e innata pericia infantil.
El tiempo pasaba inexorable e imparable por el pueblo lo que hacía que cada vez quedaran menos habitantes en él. Había transcurrido algunos años, Ebenezer ya contaba 15 y Fanny su hermana, casi 5. El trabajo en el molino era cada vez menor, pocos eran ya los que hasta él se acercaban a llevar el grano ya que no quedaba casi nadie por los alrededores. Casi todos se habían marchado a la gran ciudad, en el campo había poco futuro.
Un día Ebenezer llegó a su casa tras una mañana en el campo recogiendo leña. En el comedor estaba su padre, que no tenía trabajo desde hacía días y su madre, al entrar ambos se callaron por lo que el ya adolescente les preguntó por su repentino silencio. Sendos progenitores se miraron el uno al otro, tras eso, Vicent le contó que habían decido irse a la ciudad, en el pueblo ya no había trabajo y cada vez les costaba más poner un plato de comida en la mesa. Al principio el muchacho se negó, no entendía por qué tenían que abandonar el sitio donde habían nacido, pero la decisión estaba tomada, sin que Ebenezer hubiera sido consciente de ello, su padre llevaba algún tiempo haciendo planes para mudarse a la ciudad, un buhonero de los que pasaban frecuentemente por el pueblo le había dicho que todo el mundo era bienvenido a la ciudad, Londres, el despertar de la revolución industrial estaba necesitada de mano de obra.
No muchos días después llegó el mencionado buhonero, habían pactado que por una cantidad de dinero les llevaría los pocos enseres de los que disponían en su montura, un viejo carro tirado por una veterana jaca en la que había sobre todo menaje de cocina y telas varias, Ebenezer llevaba una pequeña mochila y como no su aro de juguete.
Ya en la ciudad, el buhonero los dejó junto a una pensión que más parecía unos calabozos, donde tomaron una habitación, nada de lujos, los ahorros de toda una vida de duro trabajo solo sirvió para poder pagar, si acaso, unos pocos días de estancia en aquella infecta casa de hospedaje, pero no había para más, al menos contarían los 4 con un techo donde cobijarse del intenso frío del invierno londinense mientras tanto.
Una vez en la habitación, Vicent, dejó a Violeta a cargo de los niños y de colocar lo poco que les acompañaba mientras él decidió ir en busca de trabajo a las tantas fábricas que inundaban la ciudad. Tuvo suerte, por llamarlo de alguna manera, ya que mientras pasaba por delante de una de esas factorías, alguien le gritó ofreciéndole trabajo, 16 horas de labor diaria, por poco más de lo que les costaba el alojamiento y un plato de comida al día para cada uno, no podía aspirar a más.
El siguiente año fue muy productivo para la familia, a pesar de pasar todo el día trabajando de lunes a lunes y sin casi tiempo para descansar ni para la familia, habían conseguido mudarse a una casa, bueno, habitación sería generoso llamarlo, pero era un hogar. Era una especie de corrala, un patio central comunitario para todos los vecinos que lo compartían y dividido en una especie de habitaciones, cada familia ocupaba un espacio individual. Estas eran unas grandes habitaciones que hacía las veces de cocina, sala de estar e improvisadas habitaciones para dormir donde una simple cortina las dotaba de una intimidad que casi no necesitaban.
La navidad estaba cerca, a poco más de un mes, la familia llevaba ya algún tiempo asentada y establecida, aunque la pobreza parecía un lujo, pues los pobres tenían casi más que ellos. Ebenezer, ya contaba unos 16 años y realizaba algún que otro trabajo, chico de los recados, limpiabotas, repartidor de periódicos, todo ello no le generaba más que unas pocas monedas, tan pocas, que su ilusión que era comprarse una bicicleta, para reunir el dinero suficiente debería de haber trabajado dos vidas, pero él no cejaba en su empeño, sabía que con sus padres no podía contar, su padre trabajaba de de sol a sol y casi ni les llegaba para comer, pero eso no le importaba, es más, a pesar de tener esa ilusión, a veces, sin que su madre se enterase, le dejaba caer unas monedas en la cajita donde éste sabía que Violeta, su madre, guardaba el dinero familiar, al menos eso creía él, pues su madre sabía que éste lo hacía pero ella nunca le dijo nada porque sabia que él era feliz haciéndolo así, lo que Ebenezer tampoco sabía es que ese dinero, su madre no se lo gastaba, lo iba guardando en otro sitio, el motivo… solo ella lo sabía.
Era ya navidad, y ahí si se notaba el ambiente navideños, se oían villancicos por las calles, los establecimientos ponían algunas velas de más y cintas de colores en los escaparates para obsequiar a los viandantes con lúcidas estampas, ahí si se notaba la navidad. Ya era 24 de diciembre, otra vez, y ese día Ebenezer, llegó más contento que de costumbre, pues un reparto que había hecho a casa de unos señores de la ciudad le había reportado, no solo, lo estipulado, si no que el señor de la casa le había obsequiado con alguna moneda extra por lo bien que había hecho su trabajo.
Fue hasta el bote que tenía bajo la almohada de su cama, ahí guardaba su gran capital, volcó el frasco sobre el colchón y se dispuso a contar, otra vez, las monedas para saber a cuanto ascendía su pequeña fortuna. Cuando hubo terminado con un gesto de decepción, volvió a meter el dinero en el frasco, fuera dejó, como siempre, alguna moneda, dinero que sin que su madre se diera cuenta, echó como tenía por costumbre en la cajita donde ella guardaba la fortuna familiar. Violeta se dio cuenta, como siempre. - ¿Qué te ocurre cariño? – le preguntó su madre al verlo cabizbajo y pensativo, el muchacho le respondió con voz entrecortada, - nada mamá, que a este paso nunca tendré una bicicleta como los demás niños, pero bueno… no pasa nada, soy joven y puedo andar – intentó justificar el que su madre no se sintiera culpable de algo de lo que solo las circunstancias eran las autenticas responsables.
Violeta, que estaba lavando los cacharros en una especie de barreño dejó a un lado el trapo que tenía en las manos y se las secó con el mandil, se levantó sin dejar de mirar a su hijo regalándole la sonrisa con la que llevaba obsequiándolo toda su vida, se dirigió al rincón donde tenía su cama y de debajo de ella sacó una maleta. De ella sacó una cajita de madera, una que solía usar para meter especias pero que desde hacía algún tiempo llevaba siendo la portadora del dinero que Ebenezer le iba dejando de cada uno de sus trabajos. Se acercó a la mesa que había en el centro de la estancia y vació su contenido. Había ido guardando ese dinero para algún día devolvérselo a su hijo, sabía de su ilusión y quería agradecerle el detalle de llevar tanto tiempo teniendo un gesto que él nunca le reveló.
- Mira a ver si con esto te llega para la bicicleta, cariño.
- Mamá, ¿y eso dinero?
- ¿Qué crees, que no sabía que ibas dejando unas monedas de tu trabajo?
- Pero mamá…
Ella no le dejó terminar la frase, el muchacho con una luz cegadora en los ojos fue a por el tarro donde él tenía su dinero y lo volcó de nuevo sobre la mesa juntándolo con el que ya había dejado su madre. Contaba las monedas con tal ilusión que estoy por decir que se multiplicaron, mientras las contaba se le veía pensativo, de pronto dejó de contar, sobre la mesa aún quedaban monedas entonces su madre le preguntó que por qué había dejado esas, el muchacho le respondió - Mamá con esto me llega para una bicicleta de segunda mano, no necesito más, guárdate el resto - . La alegría del muchacho era tan evidente que incluso alguna vecina se acercó al lugar al oír el griterío y las risas de madre e hijo.
Tomó todo el dinero y lo metió en un saquito que su madre le dio, estaba decidido a ir a comprar su bicicleta en ese mismo instante, ¿qué mejor regalo para navidad? Se atavió con su abrigo y una bufanda y se encaminó hacia la tienda.
El frío era polar no podías dejarte ninguna parte del cuerpo al descubierto porque corrías peligro de que se te congelara y eso que era de día y el sol estaba fuera. Poco antes de llegar a la tienda en uno de los tantos callejones que tenía la calle Ebenezer oyó una especie de lamento, un quejido leve, pero lo suficientemente audible como para que el joven pudiera escucharlo. Se adentró sigiloso y temiendo por su seguridad, en esa época, los ladrones a pie de calle campaban impunes y a sus anchas. Tras unos cubos de basura y tumbado en el suelo pareció divisar a alguien tumbado, de él procedían los quejidos. Tímidamente se agachó para ver mejor a quien los profería. Era un anciano de edad muy avanzada, por su estado parecía llevar allí varios días, unos cartones era lo único que lo separaba del gélido suelo y un roído y llamativo abrigo azul de la intemperie. El joven le preguntó si estaba bien, el anciano, con unos penetrantes ojos azules le sonrió y le dijo:
– Es la primera vez que alguien se acerca a mi y se preocupa de como estoy, a pesar de llevar aquí bajo este inclemente frío varios días y tantos otros que no recuerdo sin comer, sí, estoy bien... -
– ¿Lleva muchos días sin comer y aquí con el frío que hace? – un escalofrío recorrió el cuerpo del muchacho al sentir la empatía generada. – ¿y dónde piensa usted pasar la noche? Hoy es Nochebuena, y hace muchísimo frío.
El anciano sonriendo al joven le dijo que no tenía donde ir y que para él era una noche cualquiera, pero que no se preocupara por él, que ya había salido de otras situaciones semejantes en otras ocasiones. Ebenezer se echó la mano al bolsillo donde llevaba el dinero y miró al anciano, a pesar de su juventud, la vida le había hecho crecer a gran velocidad. Éste le sonrió levemente y tras darse la vuelta abandonó el callejón dejando en él a aquel viejecito a su suerte.
Nada más salir del callejón en la calle principal el destino quizás hizo que se encontrase justo donde él y su familia llegaron por primera vez, estaba en la puerta de la pensión en la que ellos pasaron los primeros días de estancia en esa ciudad. El joven pasó a la pensión y buscó a quien la regentaba que era ya conocido, éste le atendió, el muchacho tras abrir el saquito donde llevaba el dinero y enseñárselo le preguntó que para cuantos días de hospedaje y comida tenía para una sola persona, el dueño del hostal le dijo que al menos para una semana, el joven le dio el dinero y le pidió por favor que le acompañara al callejón, en él se encontraba la persona que debía ocupar la habitación y comer durante ese tiempo y necesitaba ayuda. Más por la curiosidad que otra cosa éste le acompañó, entre los dos tomaron al anciano y lo llevaron hasta una de las habitaciones, poco después un gran plato de comida caliente y una hogaza de pan fue depositada sobre la mesa para que el anciano saciara su hambre. El anciano sin saber el motivo le preguntó a Ebenezer:
- ¿Por qué haces esto pequeño? – la respuesta fue tajante y segura.
- Porque usted necesita asegurarse una semana de vida más que yo una bicicleta.
Sin dar más explicaciones ni pedir una palabra de gratitud Ebenezer abandonó la habitación dejando allí al anciano devorando literalmente el plato de comida. Ya sin dinero se dirigió hacia su casa. Era tarde, el tiempo había pasado volando, Vicent, su padre ya se encontraba en casa, junto a la chimenea, como siempre, esperando a que Violeta preparase la cena. Tanto el padre como la madre esperaban al joven aparecer con su bicicleta. En lugar de una cara de alborozo y alegría apareció cabizbajo pero con una mueca de júbilo. Claro está que ambos progenitores se sorprendieron ante su llegada sin la bicicleta por lo que se miraron extrañados el uno al otro, ante esto su padre se interesó por lo ocurrido, el joven les explicó uno a uno los detalles, a cada uno que daba sus padres se sorprendían más. Al final en lugar de regañarlo o reprenderle por el hecho su padre con una palmada en el hombro le dijo – Hijo, ahora ya eres un hombre – su madre lo abrazó y tras rodarle una lágrima por su sonrosada y redonda mejilla le dijo – cariño has hecho lo que debías –
No hay que decir que esa noche la cena fue rápida y silenciosa, aunque los tres sabían que era lo que la situación requería ninguno dejaba de pensar en ello y más nuestro joven que recordaba su bicicleta. Se acostó pronto, pensativo pero no triste sabía que había realizado una muy buena acción y eso nunca es para estar triste.
Llegó la mañana, era el día de Navidad, su padre estaba en casa, era el único día que descansaba al año, a pesar de que todas las navidades en esa fecha Ebenezer madrugaba más que nadie esa mañana no lo hizo, tal vez pensando en que su regalo se había esfumado, entonces su padre descorrió la cortina que habilitaba a modo de habitación donde se encontraba la cama del joven y lo despertó con gran algarabía:
- Despierta, Ebenezer, despierta que es Navidad.
- Déjame dormir un poco más papá…
- No creo que tengas muchas ganas de dormir después de que veas esto, -
Apoyada en la mesa de la estancia había una radiante bicicleta nueva, totalmente a estrenar, unas cintas acabadas en sendas borlas caían del manillar y un asiento de cuero a juego hacían de aquel vehículo el regalo más impresionante que jamás hubiera visto, ante su asombro se tubo que frotar los ojos varias veces para ver que no era traicionado por su mente o por el sueño. Raudo se levantó y se dirigió a ella, se montó e inició su estreno dando una vuelta por la sala de estar. Tras eso se bajó de la bicicleta y le preguntó a su padre:
- ¿Me la habéis comprado vosotros?, ¿pero cómo si no teníais dinero?
Su madre lo tranquilizó y le explicó que no habían sido ellos, además no solo había sido la bicicleta, también les habían dejado una gran suma de dinero, que había sido un señor mayor, muy anciano y con un llamativo abrigo azul quien a primera hora de la mañana había llamado a la puerta y había dejado eso diciendo que tú sabrías por qué, pero lo más extraño es que mientras se marchaba nos miraba y sonriendo delante de nosotros ha desaparecido, se ha desvanecido.
Así terminó aquella navidad, lo que a continuación pasó para que Ebenezer Scrooge fuera visitado en su vejez por los tres fantasmas del tiempo… es otra historia, que algún día, si quereis…os puedo contar, de momento quedaros con esta. Feliz navidad.
Por: Tomás Castellanos Díaz